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Es importante, a la hora de enjuiciar la obra  de un artista,  indagar cual ha sido  su  trayectoria.
Moncholc,  autodidacta,   empezó  a  pintar  el  año  1971.  En sus primeras obras  dominaba  el desbordamiento del color en  pinceladas  arreboladas  y turbulentas.   Se  diría  que  consideraba  la materia como  a un sujeto capaz de protagonizar su desmesura emocional. En las obras de  entonces  apenas hay orden compositivo y sobre mares de materia densa aparecen rostros  y cuerpos de mujer en una evocación de pesadilla. De aquellas  pinturas a las. De aquellas  pinturas a las que  hoy  presenta  hay  una  evolución rotundamente positiva.
En sus paisajes actuales los cielos se enfurecen, se diría que incluso emiten sonidos como si en el espacio se libraran sordas batallas. Por el contarrio, a "ras de suelo", se nos muestra la vida apacible que transcurre en un medio  rural: campos desnudos que Moncholc  cubre  de  colores  tibios  y  cálidos,  orillas que verdean junto al agua, y siempre  la  figura  humana,  labradores en el surco, parejas  de enamorados junto al árbol del bosque, la ancianidad camino de una ermita desierta...
Moncholc es granadino y su tierra, exhuberante,  depositaria  de  una  gran tradición en  la   "magia"   de  lo  sensual.  Desde  hace dos  años  vive  en tierras  de  Extremadura.  Ello  ha  contribuído,  sin  duda,   a  temperar  el apasionamiento del color y se ha hecho menos vertiginosa la pincelada. Los paisajes que contemplamos son exponentes  de  una  ordenación  firme  del  espacio  compositivo.  Establece el pintor en  muchos  de  ellos  una  escala ascensional de horizontalidades  de  manera  que  aparecen  en perspectiva las tierras y el hábitat rural. Aquí el pincel  menudea  y salpica  la  materia ciñéndose a  transcribir  una  realidad  envuelta  en  poesía.  En  la  línea  de horizonte y de apertura al espacio salta de nuevo la  pincelada  abrupta,  el colorido   intenso   y   violento   embebido  en  una  materia   secretamente trabajada, de textura tersa, brillante y consistente.
E
n el momento actual coexiste en su pintura  un  expresionismo  de  matiz surreal,  de  un  lado,   y  el realismo poético e incluso ingenuista, del otro.
L
as dos corrientes se avienen a un pacto de equilibrio  del  que  se  puede esperar, dada la seriedad con que afronta Moncholc la vocación de pintar una evolución ascensional como hasta ahora viene poniendo de manifiesto.
 En   esta   misma  exposición  que   comentamos  se  ofrece  una  serie  de pequeños formatos, mejor dicho, de miniaturas. Aquí  la pincelada pone el  toque  preciso  en  trazar   la   filigrana  de  un  paisaje  que  es   fiesta colorista. Buen ejercicio para concretar y  frenar  impulsos  que nacen de un  subconsciente complejo  y  emotivo,  propenso  a  surcar  espacios  en libre e inquietante movilidad.

Rosa Martínez de Lahidalga



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